Podium
En este episodio grabado nada menos que entre la gran magnirrotura de mosaicos, columnas jónicas, cúpulas y ramillete de bajorrelieves que alberga el Petit Palais de París, nos adentramos, de la mano de la exposición “Ténèbres et lumière”, en el sensorio barroco que palpita en la pintura de José de Ribera: cruisings martirológicos, santos muy inviting bottoms, dermis sanguinosas y santísimos sacramento agusanados. Una travesía por el crudo tenebrismo de una pintura que, en las inmisericordes palabras del escritor Théophile Gautier, “parece haber sido ejecutada para caníbales”, con figuras a las que “deja retorcerse como trozos de serpiente en una sombra hosca y amenazadora que no ilumina el mayor rayo divino”. Acompañadnos, amigas, en este intento parisino por averiguar si en los orígenes de la mafia napolitana está un español nacido en Játiva, calibrar los compromisos del mecenazgo y demostrar una vez más que el convento está siempre agazapado hasta en los rincones más insospechados y “licenziosetti” del barroco. Si no puedes vivir ni un segundo más sin escuchar nuestra momento más “Bertín Osborne-coded” hasta la fecha, dale corriendo a play.
Gracias y aplausos y amores al Instituto Cervantes de París por auspiciar el desembarco parisino del barroco, a Eduardo Navarro por su delicioso apostolado y a todas las amigas que vinisteis a arroparnos (¡también las que no pudisteis entrar!)
Acogidas en los dulcísimos brazos de Sara Torres, en este episodio peregrinamos hasta La Térmica de Málaga, para explorar la erótica del sacrificio: coqueteamos con la sobrecarga testosterónica de los relatos martirológicos y nos adentramos en los martirios de Nagasaki de 1597 para enseguida dejar atrás la épica imperialista de la cultura maritial de nuestros siglos más favoritos y explorar, de la mano de Luisa de Carvajal y Mendoza, el reverso lento, dulce y hasta erótico del martirio. “Muy seca y huraña con mi contrario sexo” desde la infancia, pero con una aversión inquebrantable hacia la clausura, esta pija nacida en Cáceres en 1566 hizo voto de martirio en 1598 y, decidida a “hacer rostro a todo género de muerte, tormentos y riguridad, sin volver las espaldas en ningún modo, ni rehusarlo por ninguna vía”, optó por el suplicio más transepocal que ha existido, existe y existirá jamás: una mudanza a Londres. Bienvenidas, amigas, a esta experiencia inmersiva en el erasmus martirológico de Luisa de Carvajal: alteraciones del orden público, prácticas carroñeras de recolección de reliquias, triquiñuelas diplomáticas, penitencias sensuales, cultivo epistolar de la amistad y mucha, muchísimas fobia a los protestantes mohosos. Si no puedes vivir ni un segundo más sin alarmarte con el precio desorbitado del pan de centeno en Londres en 1605 ni consigues conciliar el sueño sin aprenderte el método de etiquetado de reliquias en la morgue mal gestionada que fue la casa de Luisa de Carvajal, dale corriendo a play.
Después de repasar la cronología de la apertura del sepulcro de Santa Teresa, los matices cromáticos de su paladar y la luminosidad de su cutis para atender a vuestras plegarias, decidimos embarcarnos en una tarea verdaderamente diabólica. Cautelosas de no ahogarnos en un lodazal de nostalgia, nos asomamos tímidamente a nuestro primer episodio: aquel “monjas endemoniadas” en el que, con vocecillas de arcangelotes y mucha pobreza técnica, recorríamos algunos de los highlights de la posesión conventual barroca. Cinco años después volvemos para contaros todo lo que no os revelamos sobre la mayor red flag conventual del siglo XVII: el convento de benedictinas de San Plácido de Madrid. Un casting de monjas que hubiera hecho saltar las alarmas del más explosivo de los realities y un confesor decidido a instrumentalizar los discursos demonológicos para arropar una noción abusiva y torticera del poliamor, convirtieron San Plácido en un caldo de cultivo para todo tipo de “bravuras” diabólicas. Pero detrás de las mil fechorías de Capitán, Serpiente Circuladora, Peregrino el Grande y los muchos otros demonios que invadieron San Plácido, os descubrimos las entretelas del #metoo definitivo de nuestros siglos más favoritos. Si te urge saber por qué Serpiente Circuladora era el demonio más multitasking y workaholic del barroco, si no puedes vivir ni un segundo más sin saber quién se alimentaba de los “bocados mordidos” de fray Francisco García Calderón y si necesitas que la priora de San Plácido te regale su how-to conventual de cómo salir airosa hasta de los atolladeros inquisitoriales más escabrosos, dale corriendo a play.
Es harto probable, lo sabemos, que para vosotras el nombre de Lope de Vega evoque espesísimos recuerdos de bachillerato, olor a puro y Agua Brava, una figura envuelta en humareda de tabaco y feromonas que podría perfectamente sentarse a charlar a través de los siglos con Sabina y Pérez Reverte. Sabemos que a este rinconcito terapéutico venís buscando sosiego carmelita y no este susto canónico que hoy os damos. Pero confiad, amigas, porque hoy os proponemos acercaros al Lope derrotado que poco antes de morir escribía: “mis desdichas son como cerezas: / que voy por una, / y de una en una asidas, / vuelvo con todo un plato de tristezas”. Hoy damos la bienvenida al Lope que lloraba si una flor se marchitaba a destiempo, al que nunca pudo superar la muerte prematura de diez de sus hijos, al que, en sus últimos años, mientras lidiaba con su pérdida progresiva de popularidad en el panorama literario, tuvo que además ser testigo de cómo una de sus hijas, Antonia Clara, con 17 años, desvalijaba su casa y lo abandonaba para siempre para fugarse con su amante. ¿Es este, acaso, un episodio sobre nuevas masculinidades barrocas? Podría ser. Es, eso seguro, una reflexión inspirada por “Tragicomedia”, VIII edición del programa “Mutaciones”: una exposición comisariada por Rafael Barbell Cortell en la Casa Museo Lope de Vega que podéis correr a visitar hasta el 13 de julio. Si no puedes vivir ni un segundo más sin saber qué trinitaria descalza encierra la clave absoluta de por qué no debes rellenar tus surcos nasogenianos con ácido hialurónico, dale corriendo a play.