El curso de la historia nos está invitando a reflexionar sobre palabras como hipocresía y realismo. Cuando analizamos el panorama internacional, vemos líderes que no tienen la más mínima obligación de guardar las formas a la hora de defender su poder. Imagino una gran cena de fin de año con Trump, Putin, Netanyahu y Xi Jinping, una cena familiar. Ahora podemos entender todas las mentiras que se escondían en los antiguos acuerdos internacionales. Había injusticias bajo las bellas palabras.
Se acerca ya el final del año y quizá también el final de la legislatura. Una legislatura que nació de forma comprometida con un Gobierno que no tenía una mayoría suficiente o que sí tenía y ha ido a lo largo de estos dos años y medio haciendo lo que ha podido a base de algunas trampas. Sin embargo, no parece que con esta forma de gobernar se pueda ir mucho más lejos. Temas sensibles como el precio de la vivienda o el tema de los salarios de los más jóvenes no se pueden abordar por la falta de tiempo.
En cuanto al año que termina, mi sensación solo puede ser positiva porque se ha cumplido mi deseo de las Navidades pasadas, que era el del chiste de virgencita, que me quede como estaba. Al 2026 le pido lo mismo que los militantes del PSOE le pedían a Zapatero cuando llegó a la presidencia del gobierno: no cambies, no cambies. Recuerdo que, en mi infancia, en las galas televisivas siempre había algún chistoso que, cuando le preguntaban cómo preveía el nuevo año, decía que sería el año del consumismo.
Es tentador interpretar la reunión entre Trump y Zelenski como otro retrato del cambio de época. Trump no se presenta como garante de un orden internacional compartido, si no fija los márgenes de lo negociable y plantea la paz como una cuestión de plazos y costes, no de principios. Estados Unidos nunca fue un mediador desinteresado. La reunión quizá sea un espejo: muestra un poder menos pudoroso y al mismo tiempo un orden que ya no sabe muy bien cómo justificarse.
Cuando te adentras en diciembre te da por creer que existe margen bastante antes de que acabe al año para resolver cualquier asunto pendiente.
Los prejuicios se repiten, generación tras generación. Idealizamos el pasado. De ahí que los mayores sean tan propensos a afirmar que en su juventud había disciplina y se estudiaba en serio.
Hay días de tránsito y de trámite, días sin ánimo de grandeza, sin otra vocación que cubrir los huecos entre un día y otro día. La Navidad abunda en esas puntas y recortes. Sí, hay días que son como miga de pan para rellenar el año. Son las cuentas de la vida, con sus flecos y sus versos sueltos, sus piezas sobrantes y sus ceros a la izquierda. Días como hoy, 26 de diciembre, que parecen no tener historia y que, sin embargo, nada nos impide hacer hermosos.
En España, la preocupación por la convivencia democrática en momentos como los actuales, no debería quedarse solo en una apelación moral como en parte, expresó el rey en su discurso de Navidad. De hecho, deberíamos hablar de un mandato constitucional. Y es a partir de ahí cuando podemos hablar de convivencia y de justicia social. La confianza en que la democracia no se limita a gestionar procedimientos ni hablar en abstracto de convivencia, sino que actúa para asegurar dignidad para todos.
Ahora pienso que la mejor Nochebuena sería esa. Escribir sobre la rutina anual. Sin víctimas, sin verdugos, con los niños asesinados en toda Palestina devueltos a la vida, a un país libre y a una existencia digna. Eso sería el mejor milagro hasta para los no creyentes. Festejemos con quienes aún poseen conciencia y memoria. Y deseemos que aparezca en el horizonte el destello de una Nochebuena que no duela ni albergue incertidumbre.
Nochebuena de 2025. Esta noche, nos juntaremos para celebrar que seguimos por aquí un año más, que seguimos juntos y que seguimos cerca. Quizá sea una buena noche para dejar de lado todo el ruido que nos envuelve en estos últimos años. Una noche de descanso, un ejercicio casi contracultural, sin buenos ni malos. Sin muros ni extremos, sin nosotros y sin ellos. Una noche de paz en la que no haga falta tener la razón.