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Todo pasa tan deprisa que, al hablar de las europeas del pasado domingo, uno ya se siente el narrador de un documental sobre la batalla de Las Navas de Tolosa. Y sin embargo hay que volver a estas elecciones, siquiera porque han tenido una rara virtud: los partidos siempre están dispuestos a apuntarse victorias reales o morales en la noche electoral, pero en esta ocasión las urnas han traído consigo ceniza para todos. Llamémoslo una redistribución del descontento.
En cuanto al año que termina, mi sensación solo puede ser positiva porque se ha cumplido mi deseo de las Navidades pasadas, que era el del chiste de virgencita, que me quede como estaba. Al 2026 le pido lo mismo que los militantes del PSOE le pedían a Zapatero cuando llegó a la presidencia del gobierno: no cambies, no cambies. Recuerdo que, en mi infancia, en las galas televisivas siempre había algún chistoso que, cuando le preguntaban cómo preveía el nuevo año, decía que sería el año del consumismo.
Es tentador interpretar la reunión entre Trump y Zelenski como otro retrato del cambio de época. Trump no se presenta como garante de un orden internacional compartido, si no fija los márgenes de lo negociable y plantea la paz como una cuestión de plazos y costes, no de principios. Estados Unidos nunca fue un mediador desinteresado. La reunión quizá sea un espejo: muestra un poder menos pudoroso y al mismo tiempo un orden que ya no sabe muy bien cómo justificarse.
Cuando te adentras en diciembre te da por creer que existe margen bastante antes de que acabe al año para resolver cualquier asunto pendiente.