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Todo pasa tan deprisa que, al hablar de las europeas del pasado domingo, uno ya se siente el narrador de un documental sobre la batalla de Las Navas de Tolosa. Y sin embargo hay que volver a estas elecciones, siquiera porque han tenido una rara virtud: los partidos siempre están dispuestos a apuntarse victorias reales o morales en la noche electoral, pero en esta ocasión las urnas han traído consigo ceniza para todos. Llamémoslo una redistribución del descontento.
Los prejuicios se repiten, generación tras generación. Idealizamos el pasado. De ahí que los mayores sean tan propensos a afirmar que en su juventud había disciplina y se estudiaba en serio.
Hay días de tránsito y de trámite, días sin ánimo de grandeza, sin otra vocación que cubrir los huecos entre un día y otro día. La Navidad abunda en esas puntas y recortes. Sí, hay días que son como miga de pan para rellenar el año. Son las cuentas de la vida, con sus flecos y sus versos sueltos, sus piezas sobrantes y sus ceros a la izquierda. Días como hoy, 26 de diciembre, que parecen no tener historia y que, sin embargo, nada nos impide hacer hermosos.
En España, la preocupación por la convivencia democrática en momentos como los actuales, no debería quedarse solo en una apelación moral como en parte, expresó el rey en su discurso de Navidad. De hecho, deberíamos hablar de un mandato constitucional. Y es a partir de ahí cuando podemos hablar de convivencia y de justicia social. La confianza en que la democracia no se limita a gestionar procedimientos ni hablar en abstracto de convivencia, sino que actúa para asegurar dignidad para todos.